domingo, 25 de diciembre de 2016

UN RELATO DE NAVIDAD


UN RELATO DE NAVIDAD
POR ISAÍAS LEMUS ALDANA

Un dolor de cabeza lo acompañaba ahora que despertaba, se había vuelto ya la costumbre de cada mañana, su cabeza zumbaba como una orquesta, la melodía de todas sus mañanas. Un dolor en su garganta, había una corriente de aire en su cuarto, una grieta en una de las ventanas por la cual se escurría el frío invernal de la madrugada que ahora le afligía. Su cuerpo demandaba un vaso de agua que alivio le traería. Recorrió con un pesado caminar el piso del departamento, cubierto de basura, restos de comida rápida, porros y demás. Varios cambios de ropa adornaban el único sillón que tenían. La mesa de la sala todavía tenía restos de mota, y una pipa usada.
Llegó a la cocina, del piso agarró un garrafón, lo levantó con fuerza, pero para su sorpresa el garrafón no puso resistencia, estaba casi vacío, solo le alcanzaba para un trago. Mierda pensó. Con desesperación llevó el garrafón a sus labios, el escaso trago alivió momentariamente su dolor, sólo para volver a los pocos instantes.
Se dirigió al otro cuarto, la puerta estaba abierta, ingresó, no había nadie en la cama, se dirigió hacia la ventana, Mario se había caído de nuevo de su cama, estaba en el piso, boca abajo, parecía sin vida, con un pie le movió la espalda. “Güey, levántate…” seguía moviéndolo con el pie “Cabrón… levántate…”

Mario entre abrió un ojo, pasó saliva para poder hablar, “Qué pasa güey”, dijo entre amodorrado y crudo “Ya no tenemos agua cabrón, y se nos va a acabar la comida, tenemos que ir al súper.” Le dijo Alameda resignado, tampoco era su intención salir ese día.

Cuando Mario salió de su cuarto, Alameda ya estaba sentado en la sala viendo la única tele que tenían, una pantalla de plasma de 42”, hace algunos años había sido la sensación, pero ahora solo era un viejo espejo negro lleno de polvo que ocasionalmente veían, especialmente cuando se drogaban. La tele reposaba sobre un mueble de madera, y un par de revistas viejas que la calzaban, dentro de ese mueble había varias películas en bluray piratas, cortesía de su viejo amigo del tianguis entre Hidalgo y Coatzalco. Mario y Alameda vivían en un viejo y pequeño departamento ubicado en la delegación General Iglesias en la Ciudad de México, su pequeña vivienda contaba con dos cuartos, una sala y una cocineta que también funcionaba como comedor. Tenían las ventanas cubiertas con viejos pedazos de periódico, a través de los cuales entraba la luz tenue del mediodía, las paredes estaban rayadas y nadie había pasado una escoba sobre ese piso en un par de años. Era habitual que las cucarachas transitaran sobre las cajas de pizza que se amontonaban en la esquina de la cocineta, cerca del lavabo y hasta hace poco una rata ya había empezado a visitarlos cada tres días. 

Alameda era un joven que había iniciado la Licenciatura en Contabilidad en la prestigiosa Universidad Benemérita de Occidente, de donde había egresado su padre, un prestigioso contador público que había dejado una carrera de casi tres décadas en Price Waterhouse Cooper para abrir su propio despacho, con un éxito rotundo. A pesar de esto, Alameda no quería seguir los pasos de su padre, tenía facilidad para los números y una mente ágil, pero cada vez que veía una hoja de cálculo sentía que moría por dentro, y a las reuniones de contadores que atendía no podía estar más aburrido, su verdadero llamado era la pintura, desde pequeño había demostrado una predisposición natural hacia todo lo relacionado con esta forma de arte, había tomado un curso en la primaria le gustó tanto que convenció a su padre de que lo metiera a clases particulares, tenía un buen ojo para los colores, y diferentes estilos, sus trazos eran certeros, lo que lo convertía en un excelente imitador, pero cuando tuvo que dar el salto para ya empezar a hacer trabajos originales no tuvo mucho éxito, se bloqueaba y el lienzo permanecía en blanco por horas, muchos de los trazos iniciales que hacía los tachaba y repasaba hasta descartarlos por completo. Cursó la preparatoria en un antiguo colegio jesuita, a su padre no podría importarle menos la religión, ni el arte, toda su vida la había dedicado a los números, por lo que era lo único que atendía, sin embargo su madre era una católica devota, cada día rezaba un rosario a la hora de levantarse, y se había asegurado que sus hijos recibieran una educación adecuadamente católica, todos los domingos iban a misa, y seguían todas las festividades al pie de la letra, su madre falleció un 15 de Abril después de años de lucha contra un terrible cáncer de estómago. La muerte de su madre había afectado a todos, pero especialmente a Alameda, debido a esto dejó las clases de pintura, hasta que entró a la Universidad, donde gracias a un curso de estudio de arte redescubrió su amor por la pintura. Decidió abandonar la Universidad para convertirse en un pintor profesional, terminó por mudarse a la Ciudad de México con un amigo músico que había conocido en un bar y que compartía su forma de ver el mundo. Su amigo, Mario Sánchez, tenía la ambición de estudiar la carrera de filosofía y letras en la UNAM, había conocido a Alameda en el Chacal Azul, una mezcalería que estaba cerca de la Universidad Benemérita de Occidente, donde juntos planearon su viaje a la Ciudad de México. Mario tenía a un viejo amigo de su infancia en la Ciudad de México, quien era el hijo de un Diputado Federal, y le podía ayudar a conseguir un departamento, se dividirían los gastos entre los tres, Mario y Alameda podrían perseguir sus sueños artísticos, mientras que Héctor (el amigo del hijo diputado de Mario) podía usar el departamento para llevarse a sus múltiples novias y hacer lo que no podía hacer en su casa. Así, Alameda y Mario emprendieron su viaje hacia la Ciudad Capitalina, con sus sueños brillando en sus ojos.

Alameda y Mario fueron al Oxxo más cercano, los dos estaban crudos y amodorrados, la garganta de Alameda le punzaba de vez en cuando como si demandara un sacrificio de agua.
El cielo estaba nublado, y el frío se hacía presente, había entrado un frente frío, el viento soplaba con fuerza, una inmensa nube negra amenazaba con romper en tormenta en cualquier instante.
Muchos locales estaban cerrados, y no había casi gente en las calles. La basura era su única compañía, y el ocasional carro que pasaba zumbando.
Entraron al Oxxo, compraron dos garrafones de agua, unas papas, un six y un encendedor. Cuando llegaron a la caja vieron que había unos gorros de Santa Claus en venta, “Disculpe Señorita, ¿Qué día es hoy?” preguntó Alameda con un tono inocente, casi infantil. “24 de Diciembre joven.” Respondió la cajera en un tono serio, pero formal. La noticia le cayó a Alameda como un balde de agua frío, No mames, pensó para sí, desde muy pequeño había tenido una afinidad por la Navidad, en un instante se transportó a su infancia, tenían un calendario de Santa Claus, iba del primero al veinticuatro de diciembre, con un caramelo que recorrías por cada día, Alameda solía pasar días enteros viendo ese calendario esperando que ya llegara la Nochebuena, pero el tiempo era cruel y se movía con la lentitud de las placas tectónicas, pero ahora, ni si quiera se había dado cuenta que en unas horas sería Nochebuena, pensó en su familia, sabía que a su papá no le importaba, ¿Qué estarían haciendo sus hermanos ahora? Pensó en ese calendario de Santa Claus, lleno de polvo y descolorido, arrumbado en una caja en el cuarto de herramientas, junto con miles de cajas de más.

Mario metió la llave para entrar al departamento, pero se dio cuenta que no estaba cerrado con seguro, “No me digas que no cerramos cabrón.” Dijo Mario tanto para sí como para Alameda. “Según yo sí güey.” Respondió Alameda. Entraron, pensando que los habían robado, francamente se veían ridículos, Alameda estaba prácticamente en pijama y portaba un gorro de Santa Claus que había comprado en el Oxxo, mientras que Mario vestía un saco azul que no había lavado en más de un año, lleno de manchas de comida y con varias enmendaduras pendientes. Esperaban encontrarse con un grupo de ladrones, ya habían escuchado rumores de un ladrón o ladrones que estaban merodeando por esa zona, Alameda agarró un plato para usarlo como arma, pero no eran ladrones los que estaban ahí adentro, eran Héctor y un par de sus amigos. “¡Qué pedo cabrones!” los recibió Héctor alegremente, poniéndose de pie, para darles un abrazo a cada uno. “¿Qué pedo con el plato güey? ¿Te vas a hacer unas enchiladas o qué?” Héctor era el hijo de un Diputado Federal, su papá Don Héctor Cruz venía de un pequeño pueblo a las afueras de Chiapas, había forjado una impresionante carrera política, todo por su cuenta, no venía de ninguna familia política ni rica, se había hecho camino gracias a una determinación de acero, y mucho trabajo, se había mudado junto con su esposa y el pequeño Héctor a la Ciudad de México hace ya mucho tiempo. Alameda admiraba a Don Héctor, pero no tanto a su hijo, Héctor junior a los ojos de Alameda era un simple mirrey más, tenía una voz grave, y un acento fresa marcadísimo, normalmente salía en las portadas de las revistas de personas importantes abrazando a su novia o con alguno de sus perros, y era conocido frente a la sociedad capitalina como gente bien. Para Alameda sin embargo, era un hipócrita, venía al departamento dos o tres veces a la semana con una o varias chicas para ponerle el cuerno a su novia, era cocainómano a punto de pasar a la heroína, Mario se había vuelto su dealer no oficial. Aunque muchas de estas cosas Alameda también las hacía, lo que le molestaba era su falta de honestidad, que se parara el cuello frente a la sociedad como el ejemplo de la pareja ideal cuando tenía cientos de amantes, o que denunciara el consumo de las drogas cuando en realidad se metía coca todas las mañanas, se podía ver la falsedad en sus ojos, era como un cascaron vacío, su simple presencia disgustaba a Alameda. Héctor venía con dos amigos más, bien vestidos, perfumados, con buen porte, Héctor hacía esto de vez en cuando, traía a un grupo de amigos buscando experimentar y "vivir un poco", todos hijos de papi, universitarios, muchos de ellos ya comprometidos, probablemente irían a misa al día siguiente.
Esta vez, sin embargo, había algo diferente, en el centro de la mesa había un pequeño envase de vidrio, a Alameda le recordó de aquellas pociones que luego salen en las películas de fantasía.
“Qué es eso” preguntó Mario, genuinamente intrigado. Alameda no pudo decir palabra alguno, estaba absorto viendo el pequeño envase.
“Esto es el futuro, ¿Ubicas la sinestesia?” le preguntó Héctor a Mario con un ligero tinte de burla.
“Sí, es una condición que tienen unas personas… tienen los sentidos entrelazados, pueden saborear colores, ver música, sentir la pintura.”
“Hay güey, si nomás la cara tienes pinche Mario. Esta es una nueva droga, alguien logró reproducir los síntomas de la gente con sinestesia, unas gotas de esto y verás el mundo como esos cabrones, lo llaman synth es súper caro, y súper escaso.”
“¿Como la conseguiste?” Alameda rompió su silencio. “Unos conocidos de mi papá me la consiguieron, neta es otro pedo cabrón, es como ver el mundo en realidad por primera vez. Entonces ¿Le entran?”.
Ambos asintieron con la cabeza.
“Pero primero, déjame poner musiquita papá.”
Sacó un vinilo, había traído un pequeño tocadiscos que ya tenía instalado, puso el disco era el Dark Side of the Moon de Pink Floyd. La música empezó. “Y esto ¿Cómo se toma o qué? ¿Se inyecta?” preguntó Mario. “Este güey, como se ve que eres de provincia cabrón, no mames, si te inyectas esa chingadera se te funde el cerebro yo creo. Lo pones en cubos de azúcar, y te lo pones debajo de la lengua.” Dijo Héctor, mientras sus amigos se reían de sus chistes. “Cómo el LSD” concluyó Alameda. “Exacto, ve ese güey si sabe.”
Speak to me estaba llegando a su final cuando Héctor preparó cinco cubos de azúcar, cada uno con una gota de Synth. Alameda tenía mucha experiencia con casi todo tipo de drogas, su favorita era la marihuana, y como Héctor solía exagerar, no tomó en serio nada de lo que acababa de decirles. Alameda llevó el cubo a su boca y lo puso debajo de su lengua, El líquido tocó la parte de debajo de su boca, su lengua reposaba encima del cubo de azúcar que poco a poco se disolvía, después de varios minutos su lengua empezó a hormiguear, pero de ahí en fuera, nada más había sucedido. Fue hasta que el álbum llegó a On The Run cuando la droga entró de golpe, la hipnótica melodía pasó de sus orejas a su boca, podía saborear las notas, ver los acordes, todo estaba hecho de los colores más vibrantes que jamás había visto, y unos que ni siquiera conocía, todo fluía como ondas hechas de tela de un neón vibrante ondulando en un vacío negro. Luego ¡bang! La canción explotó como la creación del universo, y Time inició, la canción le supo como al mar, en una mañana de primavera, pero no era un mar, era más bien un río, un río sin fin que se extendía a lo largo del universo para terminar justo donde iniciaba. Fue así que una abrumadora sensación le recorrió el cuerpo, un calor intenso como una fiebre, sentía que se quemaba, pero no le pasaba nada, imágenes de su madre le vinieron a la cabeza, sus pinturas, se sintió incompleto, un vacío empezó a crecer, pero lo podía sentir, podía percibir la ausencia de todo en sus dedos, una sensación atemorizante. Ahora le aparecía un telar, hecho de todos los colores que existen y los que no, lo tocó con su mano y pudo sentir la música, ya no era solo algo auditivo, sino que ahora ocupaba todos sus sentidos, los inundaba como el río que hace rato había sentido, y por ese breve instante se sintió completo.
Pero todo concluyó de una forma trepidante, Mario estaba gritando en agonía, sus gritos sacaron de su trance a los demás. “Qué pedo güey, ¿Qué viste?” le preguntó Héctor. Mario, intentando recuperar el aliento, estaba pálido, y sudoroso. “Vi al diablo… vi al mismísimo demonio.” Dijo en un estado casi de shock.
Lo llevaron a su cuarto para que estuviera tranquilo, lo acostaron sobre su lado izquierdo, y le dejaron una cubeta.

Héctor, sus amigos y Alameda se quedaron más rato escuchando música, pero ya sin el synth, la cual había probado ser una experiencia abrumadora para los sentidos. Alameda ya no se sentía en este mundo, sino atrapado en medio de una infinidad de multiversos, todo le parecía el reflejo de un espejo sucio, y se dio cuenta, estaba incompleto, hace años que había hecho un trazo sobre un lienzo, pero lo más curioso de todo, es que sentía la urgencia de ir a su casa, su verdadera casa, con su familia para Navidad.

Todos discutieron sus experiencias con el Synth, y por primera vez Alameda no detestaba del todo a Héctor, pusieron un poco de música navideña, el disco de A Very She & Him Christmas. “Me mama este disco cabrón.” Dijo Alameda en un tono nostálgico, viendo el techo. “¿Porqué?” le preguntó Héctor. “Deschanel y Ward entienden a la perfección como debería ser un disco navideño. Verás, muchos hacen versiones orquestales con mucha instrumentalización, hacen que todo suene grandioso en escala y rango, pero a como yo lo veo, la Navidad, si ya no eres un niño, es sumamente melancólica, es el recuerdo de ser niño y estar con tus padres comiendo galletas y abriendo regalos, y saber que ese tiempo nunca volverá jamás, es ese entendimiento melancólico que She & Him capturan a la perfección.

Siguieron discutiendo un rato más, sobre la naturaleza Pavloviana de la celebración, y sus tradiciones familiares. En general fue una velada agradable, al anochecer, Héctor partió junto con sus amigos, como Mario seguía catatónico, Alameda le dio a Héctor su coca, recibió el pago, y se lo dejó a Mario debajo de una maseta con marihuana que tenían cerca de la entrada.

Alameda siguió escuchando música, pensando en su mamá, su familia, su pintura y el synth que droga más poderosa, Héctor había dicho la verdad, no hay nada como eso en este mundo. Moría por probarla de nuevo, algo lo había hecho sentir, una sensación ya olvidada, tenía que ir a ver a su familia. Se le ocurrió un plan, tomaría prestado el dinero de la coca de Mario para pagar un boleto de camión hacia su ciudad natal, llegaría de sorpresa con su familia, era un bonito pensamiento. Tenía una improvisada maleta lista, se iba a bañar, pero antes de entrar al baño vio en la mesa el pequeño botecito de vidrio con Synth, Héctor lo había olvidad. El simple pensamiento de poder probarlo de nuevo lo enloquecía, tenía a la izquierda la regadera, y a la derecha el Synth, sabía que tenía que arreglarse para agarrar el camión de media noche, pero aún sentía el eco de lo que había experimentado con el Synth. Todavía tengo tiempo se dijo a sí mismo Alameda.

Como no tenía azúcar se la puso con un gotero, directamente en la lengua. El efecto esta vez fue inmediato y mucho más intenso, puso unos villancicos navideños, y después pasaría a Mozart y Beethoven, se moría de ganas de ver que sentía con tan perfectas composiciones. Había perdido ya la sensación del tiempo, y los efectos del Synth estaban disminuyendo, por lo que fue al cuarto de Mario para ver cómo estaba y si quería tomar más Synth. Mario estaba en su cama, abrazando su bote, “Mario, cabrón, levántate.” Lo empujó con las manos, pero se dio cuenta que Mario estaba demasiado frío, la ventana de su cuarto estaba abierta, la cerró, pero aún así Mario no respondía, su piel se sentía extraña, Alameda empezó a preocuparse, le tomó el pulso, pero no sintió la menor señal de vida, Mario estaba muerto. Alameda entró en pánico, salió corriendo a su cuarto en busca de su teléfono, Héctor arreglaría esto. Entre el horror y las drogas no distinguía bien, volviendo imposible encontrar su teléfono, se dirigió a la cocina, y fue cuando lo vio, su sangre se puso helada, estaba enfrente de él, una figura despreciable, pobremente iluminada por las luces de neón y adornos navideños que colgaban de los  edificios de enfrente, que pasaban a través de los recortes de periódico que cubrían las ventanas, era el mismo diablo, un demonio cubierto en sombras, sin rostro, solo una espiral infinita color rojo en lo que sería su cara.

Alameda no sabía que hacer, su respiración era agitada, su corazón se sentía dos veces más grande, parecía que le iba a dar un paro cardiaco. El demonio sonrió con dientes de hierro, se acercó hacia Alameda, dejando pisadas de azufre. Alameda paralizado. El demonio se puso enfrente de él, extendió un brazo y le tocó la frente, gentilmente lo llevó al sillón, lo calmó con una mano, y le recostó la cabeza, de un bolso hecho de piel humana sacó una jeringa con un líquido que Alameda no reconoció. El demonio lo calmó, y llevó la jeringa a su brazo derecho, la aguja estaba a punto de penetrar la piel de Alameda cuando este se recuperó, y de un golpe se quitó al demonio que tenía encima y que cada vez más lo envolvía en sus tinieblas. Alameda salió corriendo del departamento, todo le parecía irreal, como una pesadilla de la que no podía escapar, los pasillos se extendían de forma Kubrickiana sin fin aparente, parecía correr en cámara lenta, no sentía su corazón, pero podía ver su respiración, el aire frío amenazaba con congelarle los pulmones. Se detuvo por un momento, ya debería de haber escapado al demonio, volteó la mirada, pero el demonio allí estaba, escupiendo humo infernal, la espiral roja que todo lo devora, el demonio avanzó lentamente hacia Alameda. Este, sin importar sus pecados, sabía que no dejaría que el diablo se lo llevara y menos en Nochebuena, por lo que puso pies en marcha y salió corriendo de nueva cuenta en la dirección opuesta. Sus pisadas parecían estar congeladas en el tiempo, después de un instante ya no sabía si iba o venía, el aire también cambió de dirección, parecía provenir de abajo hacia arriba, por un momento sintió que flotaba en la infinidad del espacio. Ignorando el pobre Alameda la profunda tristeza de su situación, que en realidad al estar escapando del demonio había llegado a la azotea de los departamentos, ahora había corrido por el borde hacia el abismo, cayendo directamente al frío suelo de una sucia banqueta en la Ciudad de México. El Synth seguía en su sangre que lentamente lo abandonaba, tenía la mirada al cielo, y un montón de extraños lo observaban, si estiraba la mirada podía verlo, el árbol de navidad de la última Navidad de su madre, la sangre tibia se extendía hasta los regalos, allí estaba su madre y el resto de su familia esperándolo, y una profunda melancolía le invadió el corazón.

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