UN RELATO DE NAVIDAD
POR ISAÍAS LEMUS ALDANA
Un dolor de cabeza lo acompañaba ahora que despertaba, se había vuelto
ya la costumbre de cada mañana, su cabeza zumbaba como una orquesta, la melodía
de todas sus mañanas. Un dolor en su garganta, había una corriente de aire en
su cuarto, una grieta en una de las ventanas por la cual se escurría el frío invernal
de la madrugada que ahora le afligía. Su cuerpo demandaba un vaso de agua que
alivio le traería. Recorrió con un pesado caminar el piso del departamento,
cubierto de basura, restos de comida rápida, porros y demás. Varios cambios de
ropa adornaban el único sillón que tenían. La mesa de la sala todavía tenía
restos de mota, y una pipa usada.
Llegó a la cocina, del piso agarró un garrafón, lo levantó con
fuerza, pero para su sorpresa el garrafón no puso resistencia, estaba casi
vacío, solo le alcanzaba para un trago. Mierda
pensó. Con desesperación llevó el garrafón a sus labios, el escaso trago alivió
momentariamente su dolor, sólo para volver a los pocos instantes.
Se dirigió al otro cuarto, la puerta estaba abierta, ingresó, no
había nadie en la cama, se dirigió hacia la ventana, Mario se había caído de
nuevo de su cama, estaba en el piso, boca abajo, parecía sin vida, con un pie
le movió la espalda. “Güey, levántate…” seguía moviéndolo con el pie “Cabrón…
levántate…”
Mario entre abrió un ojo, pasó saliva para poder hablar, “Qué pasa
güey”, dijo entre amodorrado y crudo “Ya no tenemos agua cabrón, y se nos va a
acabar la comida, tenemos que ir al súper.” Le dijo Alameda resignado, tampoco
era su intención salir ese día.
Cuando Mario salió de su cuarto, Alameda ya estaba sentado en la
sala viendo la única tele que tenían, una pantalla de plasma de 42”, hace
algunos años había sido la sensación, pero ahora solo era un viejo espejo negro
lleno de polvo que ocasionalmente veían, especialmente cuando se drogaban. La
tele reposaba sobre un mueble de madera, y un par de revistas viejas que la
calzaban, dentro de ese mueble había varias películas en bluray piratas, cortesía de su viejo amigo del tianguis entre
Hidalgo y Coatzalco. Mario y Alameda vivían en un viejo y pequeño departamento
ubicado en la delegación General Iglesias en la Ciudad de México, su pequeña
vivienda contaba con dos cuartos, una sala y una cocineta que también
funcionaba como comedor. Tenían las ventanas cubiertas con viejos pedazos de
periódico, a través de los cuales entraba la luz tenue del mediodía, las
paredes estaban rayadas y nadie había pasado una escoba sobre ese piso en un
par de años. Era habitual que las cucarachas transitaran sobre las cajas de
pizza que se amontonaban en la esquina de la cocineta, cerca del lavabo y hasta
hace poco una rata ya había empezado a visitarlos cada tres días.
Alameda era un joven que había iniciado la Licenciatura en Contabilidad en la prestigiosa Universidad Benemérita de Occidente, de donde había egresado su padre, un prestigioso contador público que había dejado una carrera de casi tres décadas en Price Waterhouse Cooper para abrir su propio despacho, con un éxito rotundo. A pesar de esto, Alameda no quería seguir los pasos de su padre, tenía facilidad para los números y una mente ágil, pero cada vez que veía una hoja de cálculo sentía que moría por dentro, y a las reuniones de contadores que atendía no podía estar más aburrido, su verdadero llamado era la pintura, desde pequeño había demostrado una predisposición natural hacia todo lo relacionado con esta forma de arte, había tomado un curso en la primaria le gustó tanto que convenció a su padre de que lo metiera a clases particulares, tenía un buen ojo para los colores, y diferentes estilos, sus trazos eran certeros, lo que lo convertía en un excelente imitador, pero cuando tuvo que dar el salto para ya empezar a hacer trabajos originales no tuvo mucho éxito, se bloqueaba y el lienzo permanecía en blanco por horas, muchos de los trazos iniciales que hacía los tachaba y repasaba hasta descartarlos por completo. Cursó la preparatoria en un antiguo colegio jesuita, a su padre no podría importarle menos la religión, ni el arte, toda su vida la había dedicado a los números, por lo que era lo único que atendía, sin embargo su madre era una católica devota, cada día rezaba un rosario a la hora de levantarse, y se había asegurado que sus hijos recibieran una educación adecuadamente católica, todos los domingos iban a misa, y seguían todas las festividades al pie de la letra, su madre falleció un 15 de Abril después de años de lucha contra un terrible cáncer de estómago. La muerte de su madre había afectado a todos, pero especialmente a Alameda, debido a esto dejó las clases de pintura, hasta que entró a la Universidad, donde gracias a un curso de estudio de arte redescubrió su amor por la pintura. Decidió abandonar la Universidad para convertirse en un pintor profesional, terminó por mudarse a la Ciudad de México con un amigo músico que había conocido en un bar y que compartía su forma de ver el mundo. Su amigo, Mario Sánchez, tenía la ambición de estudiar la carrera de filosofía y letras en la UNAM, había conocido a Alameda en el Chacal Azul, una mezcalería que estaba cerca de la Universidad Benemérita de Occidente, donde juntos planearon su viaje a la Ciudad de México. Mario tenía a un viejo amigo de su infancia en la Ciudad de México, quien era el hijo de un Diputado Federal, y le podía ayudar a conseguir un departamento, se dividirían los gastos entre los tres, Mario y Alameda podrían perseguir sus sueños artísticos, mientras que Héctor (el amigo del hijo diputado de Mario) podía usar el departamento para llevarse a sus múltiples novias y hacer lo que no podía hacer en su casa. Así, Alameda y Mario emprendieron su viaje hacia la Ciudad Capitalina, con sus sueños brillando en sus ojos.
Alameda era un joven que había iniciado la Licenciatura en Contabilidad en la prestigiosa Universidad Benemérita de Occidente, de donde había egresado su padre, un prestigioso contador público que había dejado una carrera de casi tres décadas en Price Waterhouse Cooper para abrir su propio despacho, con un éxito rotundo. A pesar de esto, Alameda no quería seguir los pasos de su padre, tenía facilidad para los números y una mente ágil, pero cada vez que veía una hoja de cálculo sentía que moría por dentro, y a las reuniones de contadores que atendía no podía estar más aburrido, su verdadero llamado era la pintura, desde pequeño había demostrado una predisposición natural hacia todo lo relacionado con esta forma de arte, había tomado un curso en la primaria le gustó tanto que convenció a su padre de que lo metiera a clases particulares, tenía un buen ojo para los colores, y diferentes estilos, sus trazos eran certeros, lo que lo convertía en un excelente imitador, pero cuando tuvo que dar el salto para ya empezar a hacer trabajos originales no tuvo mucho éxito, se bloqueaba y el lienzo permanecía en blanco por horas, muchos de los trazos iniciales que hacía los tachaba y repasaba hasta descartarlos por completo. Cursó la preparatoria en un antiguo colegio jesuita, a su padre no podría importarle menos la religión, ni el arte, toda su vida la había dedicado a los números, por lo que era lo único que atendía, sin embargo su madre era una católica devota, cada día rezaba un rosario a la hora de levantarse, y se había asegurado que sus hijos recibieran una educación adecuadamente católica, todos los domingos iban a misa, y seguían todas las festividades al pie de la letra, su madre falleció un 15 de Abril después de años de lucha contra un terrible cáncer de estómago. La muerte de su madre había afectado a todos, pero especialmente a Alameda, debido a esto dejó las clases de pintura, hasta que entró a la Universidad, donde gracias a un curso de estudio de arte redescubrió su amor por la pintura. Decidió abandonar la Universidad para convertirse en un pintor profesional, terminó por mudarse a la Ciudad de México con un amigo músico que había conocido en un bar y que compartía su forma de ver el mundo. Su amigo, Mario Sánchez, tenía la ambición de estudiar la carrera de filosofía y letras en la UNAM, había conocido a Alameda en el Chacal Azul, una mezcalería que estaba cerca de la Universidad Benemérita de Occidente, donde juntos planearon su viaje a la Ciudad de México. Mario tenía a un viejo amigo de su infancia en la Ciudad de México, quien era el hijo de un Diputado Federal, y le podía ayudar a conseguir un departamento, se dividirían los gastos entre los tres, Mario y Alameda podrían perseguir sus sueños artísticos, mientras que Héctor (el amigo del hijo diputado de Mario) podía usar el departamento para llevarse a sus múltiples novias y hacer lo que no podía hacer en su casa. Así, Alameda y Mario emprendieron su viaje hacia la Ciudad Capitalina, con sus sueños brillando en sus ojos.
Alameda y Mario fueron al Oxxo más cercano, los dos estaban crudos
y amodorrados, la garganta de Alameda le punzaba de vez en cuando como si
demandara un sacrificio de agua.
El cielo estaba nublado, y el frío se hacía presente, había
entrado un frente frío, el viento soplaba con fuerza, una inmensa nube negra
amenazaba con romper en tormenta en cualquier instante.
Muchos locales estaban cerrados, y no había casi gente en las
calles. La basura era su única compañía, y el ocasional carro que pasaba
zumbando.
Entraron al Oxxo, compraron dos garrafones de agua, unas papas, un
six y un encendedor. Cuando llegaron a la caja vieron que había unos gorros de
Santa Claus en venta, “Disculpe Señorita, ¿Qué día es hoy?” preguntó Alameda
con un tono inocente, casi infantil. “24 de Diciembre joven.” Respondió la
cajera en un tono serio, pero formal. La noticia le cayó a Alameda como un
balde de agua frío, No mames, pensó
para sí, desde muy pequeño había tenido una afinidad por la Navidad, en un
instante se transportó a su infancia, tenían un calendario de Santa Claus, iba
del primero al veinticuatro de diciembre, con un caramelo que recorrías por
cada día, Alameda solía pasar días enteros viendo ese calendario esperando que
ya llegara la Nochebuena, pero el tiempo era cruel y se movía con la lentitud
de las placas tectónicas, pero ahora, ni si quiera se había dado cuenta que en
unas horas sería Nochebuena, pensó en su familia, sabía que a su papá no le
importaba, ¿Qué estarían haciendo sus hermanos ahora? Pensó en ese calendario
de Santa Claus, lleno de polvo y descolorido, arrumbado en una caja en el
cuarto de herramientas, junto con miles de cajas de más.
Mario metió la llave para entrar al departamento, pero se dio cuenta
que no estaba cerrado con seguro, “No me digas que no cerramos cabrón.” Dijo
Mario tanto para sí como para Alameda. “Según yo sí güey.” Respondió Alameda. Entraron, pensando que los habían robado, francamente se veían
ridículos, Alameda estaba prácticamente en pijama y portaba un gorro de Santa
Claus que había comprado en el Oxxo, mientras que Mario vestía un saco azul que
no había lavado en más de un año, lleno de manchas de comida y con varias
enmendaduras pendientes. Esperaban encontrarse con un grupo de ladrones, ya
habían escuchado rumores de un ladrón o ladrones que estaban merodeando por esa
zona, Alameda agarró un plato para usarlo como arma, pero no eran ladrones los
que estaban ahí adentro, eran Héctor y un par de sus amigos. “¡Qué pedo cabrones!”
los recibió Héctor alegremente, poniéndose de pie, para darles un abrazo a
cada uno. “¿Qué pedo con el plato güey? ¿Te vas a hacer unas enchiladas o qué?”
Héctor era el hijo de un Diputado Federal, su papá Don Héctor Cruz venía de un
pequeño pueblo a las afueras de Chiapas, había forjado una impresionante
carrera política, todo por su cuenta, no venía de ninguna familia política ni
rica, se había hecho camino gracias a una determinación de acero, y mucho
trabajo, se había mudado junto con su esposa y el pequeño Héctor a la Ciudad de
México hace ya mucho tiempo. Alameda admiraba a Don Héctor, pero no tanto a su
hijo, Héctor junior a los ojos de Alameda era un simple mirrey más, tenía una
voz grave, y un acento fresa marcadísimo, normalmente salía en las portadas de
las revistas de personas importantes abrazando a su novia o con alguno de sus
perros, y era conocido frente a la sociedad capitalina como gente bien. Para
Alameda sin embargo, era un hipócrita, venía al departamento dos o tres veces a
la semana con una o varias chicas para ponerle el cuerno a su novia, era
cocainómano a punto de pasar a la heroína, Mario se había vuelto su dealer no oficial. Aunque muchas de
estas cosas Alameda también las hacía, lo que le molestaba era su falta de
honestidad, que se parara el cuello frente a la sociedad como el ejemplo de la
pareja ideal cuando tenía cientos de amantes, o que denunciara el consumo de
las drogas cuando en realidad se metía coca todas las mañanas, se podía ver la
falsedad en sus ojos, era como un cascaron vacío, su simple presencia
disgustaba a Alameda. Héctor venía con dos amigos más, bien vestidos, perfumados, con
buen porte, Héctor hacía esto de vez en cuando, traía a un grupo de amigos buscando experimentar y "vivir un poco", todos hijos de papi, universitarios,
muchos de ellos ya comprometidos, probablemente irían a misa al día siguiente.
Esta vez, sin embargo, había algo diferente, en el centro de la
mesa había un pequeño envase de vidrio, a Alameda le recordó de aquellas pociones que
luego salen en las películas de fantasía.
“Qué es eso” preguntó Mario, genuinamente intrigado. Alameda no
pudo decir palabra alguno, estaba absorto viendo el pequeño envase.
“Esto es el futuro, ¿Ubicas la sinestesia?” le preguntó Héctor a
Mario con un ligero tinte de burla.
“Sí, es una condición que tienen unas personas… tienen los
sentidos entrelazados, pueden saborear colores, ver música, sentir la pintura.”
“Hay güey, si nomás la cara tienes pinche Mario. Esta es una nueva
droga, alguien logró reproducir los síntomas de la gente con sinestesia, unas
gotas de esto y verás el mundo como esos cabrones, lo llaman synth es súper caro, y súper escaso.”
“¿Como la conseguiste?” Alameda rompió su silencio. “Unos
conocidos de mi papá me la consiguieron, neta es otro pedo cabrón, es como ver
el mundo en realidad por primera vez. Entonces ¿Le entran?”.
Ambos asintieron con la cabeza.
“Pero primero, déjame poner musiquita papá.”
Sacó un vinilo, había traído un pequeño tocadiscos que ya tenía
instalado, puso el disco era el Dark Side
of the Moon de Pink Floyd. La música empezó. “Y esto ¿Cómo se toma o qué?
¿Se inyecta?” preguntó Mario. “Este güey, como se ve que eres de provincia
cabrón, no mames, si te inyectas esa chingadera se te funde el cerebro yo creo. Lo
pones en cubos de azúcar, y te lo pones debajo de la lengua.” Dijo Héctor,
mientras sus amigos se reían de sus chistes. “Cómo el LSD” concluyó Alameda.
“Exacto, ve ese güey si sabe.”
Speak to me estaba llegando a su final cuando Héctor preparó cinco cubos de
azúcar, cada uno con una gota de Synth. Alameda
tenía mucha experiencia con casi todo tipo de drogas, su favorita era la
marihuana, y como Héctor solía exagerar, no tomó en serio nada de lo que acababa
de decirles. Alameda llevó el cubo a su boca y lo puso debajo de su lengua, El líquido tocó la parte de debajo de su boca, su lengua reposaba
encima del cubo de azúcar que poco a poco se disolvía, después de varios
minutos su lengua empezó a hormiguear, pero de ahí en fuera, nada más había
sucedido. Fue hasta que el álbum llegó a On
The Run cuando la droga entró de golpe, la hipnótica melodía pasó de sus
orejas a su boca, podía saborear las notas, ver los acordes, todo estaba hecho
de los colores más vibrantes que jamás había visto, y unos que ni siquiera
conocía, todo fluía como ondas hechas de tela de un neón vibrante ondulando en
un vacío negro. Luego ¡bang! La
canción explotó como la creación del universo, y Time inició, la canción le supo como al mar, en una mañana de
primavera, pero no era un mar, era más bien un río, un río sin fin que se
extendía a lo largo del universo para terminar justo donde iniciaba. Fue así
que una abrumadora sensación le recorrió el cuerpo, un calor intenso como una
fiebre, sentía que se quemaba, pero no le pasaba nada, imágenes de su madre le vinieron
a la cabeza, sus pinturas, se sintió incompleto, un vacío empezó a crecer, pero
lo podía sentir, podía percibir la ausencia de todo en sus dedos, una sensación
atemorizante. Ahora le aparecía un telar, hecho de todos los colores que
existen y los que no, lo tocó con su mano y pudo sentir la música, ya no era
solo algo auditivo, sino que ahora ocupaba todos sus sentidos, los inundaba
como el río que hace rato había sentido, y por ese breve instante se sintió
completo.
Pero todo concluyó de una forma trepidante, Mario estaba gritando
en agonía, sus gritos sacaron de su trance a los demás. “Qué pedo güey, ¿Qué
viste?” le preguntó Héctor. Mario, intentando recuperar el aliento, estaba
pálido, y sudoroso. “Vi al diablo… vi al mismísimo demonio.” Dijo en un estado
casi de shock.
Lo llevaron a su cuarto para que estuviera tranquilo, lo acostaron
sobre su lado izquierdo, y le dejaron una cubeta.
Héctor, sus amigos y Alameda se quedaron más rato escuchando
música, pero ya sin el synth, la cual
había probado ser una experiencia abrumadora para los sentidos. Alameda ya no
se sentía en este mundo, sino atrapado en medio de una infinidad de
multiversos, todo le parecía el reflejo de un espejo sucio, y se dio cuenta,
estaba incompleto, hace años que había hecho un trazo sobre un lienzo, pero lo
más curioso de todo, es que sentía la urgencia de ir a su casa, su verdadera
casa, con su familia para Navidad.
Todos discutieron sus experiencias con el Synth, y por primera vez Alameda no detestaba del todo a Héctor,
pusieron un poco de música navideña, el disco de A Very She & Him Christmas. “Me mama este disco cabrón.” Dijo Alameda en un tono
nostálgico, viendo el techo. “¿Porqué?” le preguntó Héctor. “Deschanel y Ward
entienden a la perfección como debería ser un disco navideño. Verás, muchos
hacen versiones orquestales con mucha instrumentalización, hacen que todo suene
grandioso en escala y rango, pero a como yo lo veo, la Navidad, si ya no eres
un niño, es sumamente melancólica, es el recuerdo de ser niño y estar con tus
padres comiendo galletas y abriendo regalos, y saber que ese tiempo nunca
volverá jamás, es ese entendimiento melancólico que She & Him capturan a la perfección.”
Siguieron discutiendo un rato más, sobre la naturaleza Pavloviana
de la celebración, y sus tradiciones familiares. En general fue una velada
agradable, al anochecer, Héctor partió junto con sus amigos, como Mario seguía
catatónico, Alameda le dio a Héctor su coca, recibió el pago, y se lo dejó a
Mario debajo de una maseta con marihuana que tenían cerca de la entrada.
Alameda siguió escuchando música, pensando en su mamá, su familia,
su pintura y el synth que droga más
poderosa, Héctor había dicho la verdad, no hay nada como eso en este mundo.
Moría por probarla de nuevo, algo lo había hecho sentir, una sensación ya olvidada, tenía que ir a ver a su familia. Se le ocurrió un plan, tomaría prestado el dinero
de la coca de Mario para pagar un boleto de camión hacia su ciudad natal,
llegaría de sorpresa con su familia, era un bonito pensamiento. Tenía una
improvisada maleta lista, se iba a bañar, pero antes de entrar al baño vio en
la mesa el pequeño botecito de vidrio con Synth,
Héctor lo había olvidad. El simple pensamiento de poder probarlo de nuevo lo
enloquecía, tenía a la izquierda la regadera, y a la derecha el Synth, sabía que tenía que arreglarse
para agarrar el camión de media noche, pero aún sentía el eco de lo que había
experimentado con el Synth. Todavía tengo tiempo se dijo a sí mismo
Alameda.
Como no tenía azúcar se la puso con un gotero, directamente en la
lengua. El efecto esta vez fue inmediato y mucho más intenso, puso unos
villancicos navideños, y después pasaría a Mozart y Beethoven, se moría de
ganas de ver que sentía con tan perfectas composiciones. Había perdido ya la
sensación del tiempo, y los efectos del Synth
estaban disminuyendo, por lo que fue al cuarto de Mario para ver cómo estaba y
si quería tomar más Synth. Mario
estaba en su cama, abrazando su bote, “Mario, cabrón, levántate.” Lo empujó con
las manos, pero se dio cuenta que Mario estaba demasiado frío, la ventana de su
cuarto estaba abierta, la cerró, pero aún así Mario no respondía, su piel se
sentía extraña, Alameda empezó a preocuparse, le tomó el pulso, pero no sintió
la menor señal de vida, Mario estaba muerto. Alameda entró en pánico, salió
corriendo a su cuarto en busca de su teléfono, Héctor arreglaría esto. Entre el
horror y las drogas no distinguía bien, volviendo imposible encontrar su
teléfono, se dirigió a la cocina, y fue cuando lo vio, su sangre se puso
helada, estaba enfrente de él, una figura despreciable, pobremente iluminada por
las luces de neón y adornos navideños que colgaban de los edificios de enfrente, que pasaban a través de los recortes de periódico que cubrían las ventanas, era el mismo diablo,
un demonio cubierto en sombras, sin rostro, solo una espiral infinita color
rojo en lo que sería su cara.
Alameda no sabía que hacer, su respiración era agitada, su corazón
se sentía dos veces más grande, parecía que le iba a dar un paro cardiaco. El
demonio sonrió con dientes de hierro, se acercó hacia Alameda, dejando pisadas de
azufre. Alameda paralizado. El demonio se puso enfrente de él, extendió un
brazo y le tocó la frente, gentilmente lo llevó al sillón, lo calmó con una
mano, y le recostó la cabeza, de un bolso hecho de piel humana sacó una jeringa
con un líquido que Alameda no reconoció. El demonio lo calmó, y llevó la
jeringa a su brazo derecho, la aguja estaba a punto de penetrar la piel de
Alameda cuando este se recuperó, y de un golpe se quitó al demonio que tenía
encima y que cada vez más lo envolvía en sus tinieblas. Alameda salió corriendo
del departamento, todo le parecía irreal, como una pesadilla de la que no podía
escapar, los pasillos se extendían de forma Kubrickiana sin fin aparente,
parecía correr en cámara lenta, no sentía su corazón, pero podía ver su
respiración, el aire frío amenazaba con congelarle los pulmones. Se detuvo por
un momento, ya debería de haber escapado al demonio, volteó la mirada, pero el
demonio allí estaba, escupiendo humo infernal, la espiral roja que todo lo
devora, el demonio avanzó lentamente hacia Alameda. Este, sin importar sus
pecados, sabía que no dejaría que el diablo se lo llevara y menos en
Nochebuena, por lo que puso pies en marcha y salió corriendo de nueva cuenta en
la dirección opuesta. Sus pisadas parecían estar congeladas en el tiempo,
después de un instante ya no sabía si iba o venía, el aire también cambió de
dirección, parecía provenir de abajo hacia arriba, por un momento sintió que
flotaba en la infinidad del espacio. Ignorando el pobre Alameda la profunda tristeza de
su situación, que en realidad al estar escapando del demonio había llegado a la
azotea de los departamentos, ahora había corrido por el borde hacia el abismo,
cayendo directamente al frío suelo de una sucia banqueta en la Ciudad de
México. El Synth seguía en su sangre
que lentamente lo abandonaba, tenía la mirada al cielo, y un montón de extraños
lo observaban, si estiraba la mirada podía verlo, el árbol de navidad de la
última Navidad de su madre, la sangre tibia se extendía hasta los regalos, allí
estaba su madre y el resto de su familia esperándolo, y una profunda melancolía
le invadió el corazón.
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