El desierto se extendía imponente
frente a él, había recorrido ya un millón de kilómetros, y le faltaban un
millar más. Sus pies le dolían, su garganta seca, vista cansada, y bañado en
sudor. En general, su cuerpo sufría, pero nada le dolía más que el corazón, el
cual llevaba en sus manos, roto, hecho trizas, secándose lentamente.
Hacía tiempo que su corazón le había
empezado a doler, pero a diferencia del resto de sus aflicciones, esta no era
una que se podía curar con algún remedio médico, o con tiempo en reposo, su
corazón estaba roto y en agonía, no sabía que hacer. Es ahí donde la ruta de Jonetsu prometía una solución. Jonetsu, un arduo camino a través de un
desierto, el cual desemboca en una playa, es una ruta tomada por quienes tienen aflicciones del corazón, llegando al mar, las personas deben
arrojar su corazón hacia aquel valle turquesa, a cambio, este los cura, dejando el dolor y las
memorias en el olvido, dando paso únicamente hacia la alegría y la felicidad.
Bajó la mirada hacia su corazón, cada
vez estaba más seco, y palpitaba con debilidad, debía darse prisa y llegar a la
playa, hacia aquel mar que curaría todos sus dolores, y después, felicidad
absoluta.
Continuó con su peregrinar bajo el
inclemente sol, las memorias de ella lo atacaban ocasionalmente, la felicidad y
el calor de su sonrisa brevemente levantaban su espíritu, solo para retornar como un dolor mayor al saber que todo ello había terminado, un dolor que no se podía
sacudir con nada del mundo, el dolor que esperaba que el mar se llevara.
Cuando las memorias lo atacaban, se
cerraba a ellas, tratando de no pensar en nada, pues no sentir nada es mejor a
sentir dolor, pero se había dado cuenta que mientras más lo hacía su corazón se
secaba más rápido, esto le preocupaba, había pedazos más pequeños que se habían
convertido en polvo, sucumbiendo ante el viento.
Para sacarle mayor provecho al tiempo,
ya no descansaba en las noches, él continuaba con su recorrido, corazón en
mano, bajo la luz de la luna, cuando el inclemente calor daba paso a un
terrible frío, en las gélidas noches debía resguardar su corazón dentro de su
abrigo, para que este no se congelara, pero el viento helado era cruel,
no había noche en la que no perdiera uno o dos trozos de su corazón.
La mañana de un día que no recordaba, el joven seguía por su recorrido, fue aquí que divisó una extraña figura en el
horizonte, a unos cuantos metros de él. La oscura figura estaba encorvada cerca
de un cactus. El joven se acercó, desde que había iniciado su travesía no veía a otra persona, y
anhelaba conversar con alguien más, aunque fuera por un instante. Finalmente,
llegó con aquella figura en medio del desierto, era una mujer, no más grande
que él, tenía sus manos extendidas en forma de cuna al igual que él, pero en
lugar de sostener su corazón tenía un puñado de polvo, el cual se reducía con
cada soplo del viento. La mujer a simple vista parecía normal, pero no tenía
dolor en sus ojos, ni alegría. Había una inquietante tranquilidad en su mirada
que lo asustó, pues no era paz lo que aquellas perlas azabache escondían, sino
un vacío, un abismal vacío, dentro de la mirada de esa mujer estaba la no
existencia, lo contrario del ser. La mujer giró su mirada hacia el joven,
levantó el pequeño montículo de polvo que sostenía en sus manos, y lo sopló
hacia el rostro del joven. Éste tosió, llevando una de sus manos a su rostro,
tratando de no dejar caer su corazón hacia el arenoso suelo del desierto. Se
limpió lo mejor que pudo, y cuando finalmente recuperó la vista, la mujer se
encontraba caminando hacia direcciones desconocidas, ni hacia atrás ni hacia
delante, únicamente andaba.
Este encuentro había inquietado al
joven, la mirada de aquella mujer lo acosaba en el inmutable silencio del
desierto, pero por desgracia, no sería el último peregrino que se encontraría
en su recorrido. Mientras más avanzaba, con más gente se topaba, estaban
aquellos, que al igual que la mujer habían dejado que su corazón se volviera
polvo y abrazaban el no ser, el perfecto consuelo de la nada, se les veía
deambular por el desierto como sacos vacíos. Luego estaban a quienes el frío de
la noche les había congelado el corazón, y lo único que podían sentir era frío.
Finalmente, estaban las personas que se habían rendido por completo, atrapados
en el miedo de no sentir nada en absoluto y sentir demasiado, habían abandonado
toda esperanza, destruyendo su corazón con sus propias manos, perdiendo su vida
en el proceso, sus cuerpos inertes yacían sobre el suelo a lo largo del
desierto.
Después de seis días y seis noches de
andar por aquel desesperante lugar, el joven estaba dispuesto a rendirse
también. Su comida y agua se habían acabado el día anterior, sus pies llenos de
llagas, ampollas y cayos, hinchados de tanto andar, no podía dar un paso más,
su ropa hecha un harapo, ya no le servía para resguardarlo del hostil clima, y
su corazón, o lo que quedaba de él, seco, a punto de volverse polvo. Se hincó ante la luna con el corazón en sus
manos, en aquella fría noche la soledad lo atacó peor que nunca, una avalancha
de recuerdos inundaron su mente, trató de bloquearlos lo mejor que pudo, pero
fue inútil, su corazón empezó a sangrar sobre sus manos. El joven, impotente,
se acostó sobre su costado, cuidando su corazón sangrante en sus manos, y se
puso en posición fetal, aceptando su destino, esperando a que el frío le
congelara el corazón, de cualquier forma estaba perdido, pues estaba seguro que
al día siguiente lo tendría hecho polvo.
Así estuvo el joven toda la noche, sin
alguna otra compañía más que la fría luz de la luna, y el arrullo del viento.
Fue un sonido el que lo despertó, un
sonido que le resultaba familiar, un distante recuerdo de su infancia, una
canción grabada en la parte más primitiva de su cerebro… era el romper de las
olas del mar en la playa, ¡Lo había logrado! Esa mañana un cielo rosa le daba
la bienvenida, tiñendo el mundo en tonos magenta. Se incorporó con dificultad, y con la poca energía que le
quedaba corrió hacia la playa que se escondía bajo una ladera. Descendió a
trompicones, pero al final ahí estaba, en frente del mar, el imponente desierto
magenta que le curaría todos sus males. Llegó prácticamente de rodillas, tomó
lo último que quedaba de su corazón, trozos deformes, llenos de sangre
coagulada, latiendo débilmente, como un foco a punto de extinguir su luz.
Extendió sus brazos hacia al mar, aprovechó
de una ola y con delicadeza lo puso sobre el agua salina, su corazón ardió al
primer contacto con ésta, y junto con su corazón también arrojó las memorias de ella,
su sonrisa, su mirada, su calor, su dolor... todo esto se lo llevó el mar. Así, el joven
vio a su corazón hecho trizas dirigirse hacia la profundidad del mar, ya no sentía
dolor, pero no estaba la felicidad que le había sido prometida. Sin embargo, su
relativa paz se irrumpió al ver que su corazón volvía, una inmensa ola le
golpeó directamente en el pecho, aquel desierto magenta le había regresado su
corazón y sus recuerdos. El joven intentó arrojarlos lo más lejos que pudo, con
todas las fuerzas que logró reunir, pero era inútil, todo lo que el mar tomaba
lo devolvía.
Agotado, el joven tomó su corazón en
sus manos, y aceptó el mar de recuerdos que lo inundaba de nuevo, se puso de
rodillas, y se recostó sobre la arena, su mirada fija en el apacible cielo rosa
que se extendía sobre el océano, no encontró mayor remedio que volver a meter
su corazón dentro de su pecho. Una lágrima se escapó de sus ojos. Así
permaneció el joven, mirada fija en el cielo, lágrimas recorriendo su rostro, y
en sus oídos, aquella vieja melodía que recordaba desde su infancia, el romper
de las olas, una agridulce armonía, viejas canciones para amantes con el
corazón roto.
Fin.
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